diciembre 12, 2014

Navidad blanca y paciente


Foto: Javier Picco

Nieve que regala el cielo, que cae suavecita y que se detiene en las ramas desnudas de los árboles. Un copo junto a otro, y otro más, y al final queda tallada una fina y blanca silueta que los visten de fiesta porque es Navidad. Es el blanco. Un color que mis ojos adoran contemplar. Es pureza. En lo sublime que nos rodea casi siempre hay blanco... ¡Hasta en la música! Amo los clásicos navideños norteamericanos. Muchos son suaves como la nieve. Seguro es que muchas de sus notas son blancas.

Asomarme a la ventana y detenerme ahí un instante para dejarme absorber por ese espectáculo que es ver caer la nieve que cubre todo con tanta calma y tan dócilmente… Eso me produce paz. Sin embargo, a veces ella se contraría y cae furiosa, tormentosa y conflictiva. Incluso así me gusta observarla porque ese contraste es tan misterioso como interesante. Dos caras, dos temperamentos. Y yo hago silencio y apelo a mi santa paciencia, y busco comprenderla.

También a mí misma trato de llevarme despacio en estos días de fiestas que tocan tanto mi fibra. Porque al fin y al cabo, en Canadá o frente al Caribe, es Navidad, y siempre he vivido con gran ilusión esta época del año, a pesar de que aún estoy nueva en el arte de aprender a armonizar la Navidad calurosa, alborotada y llena de sol que llevo en la sangre, con esta otra versión preciosa, elegante y sobrecogedora con la que tanto soñé y que Dios, que me ama con locura, consintió que yo viviera.

Dos alegrías, tan diferentes y tan bellas. Una en mi alma, a la que viajo con los ojos cerrados cuando necesito recordar a mi gente, un verso de aguinaldo o el olor de mi patria, y otra que está aquí, la que mi piel siente y que mis manos tocan. Las dos me traspasan con fugacidad. Si espío la tarde a través de la ventana, sonrío complacida al mirar ese paisaje níveo e inspirador. Luego, cuando me doy media vuelta y camino hacia la cocina para hacerme un té, mis pensamientos saltan sin prevenirme y van a parar, por ejemplo, al pesebre que todos los años, en un rincón de su casa, hace mi abuela: “Apuesto que puso los tres reyes magos arriba, a la derecha, con sus camellos. Y al Niño Jesús, seguro lo tapó con aquel pedacito de tela blanca que quitará el 24 a las doce y un segundo de la noche, sin falta”.

Y así, ya endulzado el té con un toque de nostalgia, gradúo la calefacción, tomo una cobija, me dispongo cómodamente en el sofá para ver una mágica película de Navidad, de las muchas que veo estos días, y otra vez despierto en mi presente. Suspiro al saberme tan plena en esta otra Navidad.

Abrirse, desprenderse, integrarse a la nueva cultura en la que escogimos vivir y continuar amando desde adentro, muy adentro, las tradiciones, las costumbres y la fe que nos han hecho quienes somos. Una dualidad que sólo el que emigra sabe lo que significa, y que solo el que se tiene paciencia, de esa suavecita y sublime como la nieve, aprende algún día a conciliar.


6 comentarios:

  1. Q bello vero! La verdad q esta blanca navidad tiene su magia especial!!

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    1. Así es Oda. Y hay que abrirse a esa magia para que ella misma nos haga enamorarnos de su belleza.

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  2. Yo, que hace muchos años, pasé estas fechas en Montreal, Toronto, Caracas, Pto la Cruz y Ciudad Bolívar, como emigrante, te comprendo y por eso me ha gustado mucho esta entrada.
    Besos y salud

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    1. Gracias Genín. Sí, definitivamente hay que vivirlo para llegar a su más profundo significado. Un gran abrazo.

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  3. Vero amada!! Qué hermoso relato lleno de imaginación, sensibilidad, poesía, sutileza, al plasmar dos importantes vivencias!!! Besos y como siempre, sigue ADELANTE!!!!

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